Autora: Natalia Aventín Ballarín
Después de Gijón, se ha marcado un antes y un después en lo que a la apropiación del feminismo se refiere. No fue un debate, ni un espacio constructivo, fue un adoctrinamiento mal enfocado y con un discurso fácil, donde la mofa y el escarnio hacia el colectivo trans hizo las delicias de las asistentes. Desde luego más parecido a un circo romano que a un entorno intelectual.
De esos barros estos lodos. Se han ido pronunciando las protagonistas de tan lamentable espectáculo, quejándose largamente del trato recibido en redes y medios, lo incomprendidas que se sienten, para terminar su lamento diciendo que no quieren victimizarse y al mismo tiempo arremetiendo contra quienes les afean su comportamiento. Ellas defienden que son la academia, las poseedoras de la verdad sobre el feminismo, que es uno e indivisible, y es el suyo. No se privan de nada. Se empeñan en repetir que veamos todo el vídeo, ya lo hemos visto señoras, con la náusea en la boca y la incredulidad en el alma.
Entre las personas que las hemos cuestionado públicamente, en redes y en persona, estamos las madres, ignoran que la infancia trans tiene madres feministas combativas. En ese “feminismosuyo” ni se imaginan la existencia de esa posibilidad.
Dicen ellas que el feminismo es el que aspira a la igualdad entre hombres y mujeres, decimos nosotras que a lo que se aspira es a la igualdad entre personas. Porque situar la sociedad en su dicotomía, en su binarismo restrictivo y excluyente, es una fuente de desiguadad y de sufrimiento y eso no es muy feminista.
El origen del dilema es claramente biopolítico. Para ellas hay dos categorías, con dos realidades opuestas, la del sexo, hombre y mujer y la del género, masculino y femenino. En la primera hacen una segmentación radical y dividen la diferenciación sexual en dos únicas posibilidades confundiendo anatomía e identidad. Para ser mujer hay que tener vulva y cromosomas XX, para ser hombre hay que tener pene, testículos y cromosomas XY, un discurso muy simplista a lo autobús naranja. Cualquiera que tenga ganas de investigar un poquito podrá ver que en la diferenciación sexual hay más de 40 combinaciones clasificadas, que no hay un solo dato objetivo que relacione los rasgos anatómicos con la identidad, que adjudicar a ciertas combinaciones preponderantes una identidad es un ejercicio de adivinación. Si a este discurso le añades que, a esos genitales con esa identidad, les corresponde unas determinadas preferencias sexuales, te vas al discurso de los señoros del autobús o de las letras verdes. En la segunda categorización, la del género, es en la que basan su activismo, donde reclaman la igualdad, pero desde la diferencia de fronteras estancas y después de haber excluido a una parte importante de la población con su primera categorización. Exactamente estas son las mismas premisas de las que parte el patriarcado.
Las que estamos al otro lado, partimos de tres categorías abiertas y en la que ninguna condiciona a las otras dos:
La identidad, como posibilidad de ser hombre, mujer, las dos cosas, ninguna, fluir entre ambas o cualquier otra nominación que cada persona tenga a bien usar.
El sexo biológico como un conjunto de características físicas combinables de diferentes formas y que nunca van a determinar la identidad.
El género como la expresión social de las diversas identidades.
Por ello luchamos contra la tiranía del género como mandato de un orden sociopolítico patriarcal, con expectativas dicotómicas en cuanto a cómo deben ser las personas. Donde se penalizan las disidencias identitarias, las anatómicas y las de comportamiento social. Evidentemente compartimos la lucha contra la jerarquización del patriarcado que concibe una sociedad donde el hombre cis y heterosexual es el paradigma y la mujer está subordinada a este.
Pero también luchamos contra el machismo producto del patriarcado que castiga todas esas otras identidades, corporalidades y expresiones de género de quienes se arriesgan a cuestionar los cánones de feminidad y masculinidad. Y ahí está la diferencia. Que nuestra visión de las personas es de diversidad y espacios abiertos, sin condicionamientos de unas a otras categorizaciones. Y la suya es restrictiva, binarista, de fronteras dicotómicas en las que necesariamente tienen que negar otras realidades y excluirlas, para que sus teorías funcionen.
Las personas trans ponen en jaque más que ninguna otra realidad la estructura patriarcal, provocando la paradoja de que aquellas que se califican como únicas poseedoras de la verdad en la lucha contra ese sistema, acaben abrazando sus mismos postulados.