UNO DE LOS ASPECTOS MAS FRUSTRANTES de ser una persona transexual es que frecuentemente se me pide que explique a los demás por qué decidí hacer la transición.
¿Por qué sentí que era necesario cambiar físicamente mi cuerpo? ¿Cómo podía saber que yo sería más feliz como mujer, cuando según ellos, sólo había experimentado ser del sexo masculino? Si digo que no creo que las mujeres y los hombres sean sexos “opuestos”, ¿por qué entonces cambiar mi sexo?
Lamentablemente, si bien éstas son algunas de las preguntas más comunes que los demás me hacen, también son aquellas que están menos dispuestos a escuchar cuando les doy mi respuesta.
Después de haber recibido este tipo de preguntas de parte de mis amigos y mi familia, en la escuela secundaria y en las clases universitarias donde he sido invitada a hablar, así como de parte de mis compañeras lesbianas y feministas con las que he compartido en discusiones sobre género, he llegado a la conclusión de que la mayoría de las personas cisexuales (no-transexuales) tiene un punto ciego particular en el origen de su curiosidad sin fin (que muchas veces es duda) acerca de cómo alguien que ha nacido en un determinado sexo físico, puede llegar a saber que en realidad es miembro del otro sexo.
Este punto ciego en las personas cisexuales, tiene que ver con lo que se ha llegado a conocer como identidad de género.
Personalmente, siempre me ha parecido que el término “identidad de género” es bastante engañoso.
Después de todo, cuando uno se identifica a sí misma, ya sea como mujer, demócrata, cristiana, feminista, o como una persona que le gustan los gatos, o como una roquera metalera, esta identidad parece ser una elección consciente y deliberada de parte nuestra, algo que hacemos con el fin de describir mejor cómo sentimos que encajamos en el mundo.
Así, en lo que respecta a las personas transexuales, la frase “identidad de género” es problemática, ya que podría interpretarse como si estuviéramos tratando de describir dos cosas que son potencialmente diferentes:
El género con el que alguien elige de manera consciente identificarse, y el género al que, en un nivel subconsciente y profundo, sentimos que pertenecemos.
Para mayor claridad, me referiré a este último como el sexo subconsciente.
La principal razón por la que hago esta distinción entre identidad de género y sexo subconsciente, es que así se explican mejor mis propias experiencias personales.
Yo no tuve la experiencia trans por excelencia de haber sentido desde siempre que yo debería haber sido mujer. Para mí, este reconocimiento se produjo de manera más gradual.
Los primeros recuerdos que tengo de ser una persona transexual tuvieron lugar temprano en mis años de escuela primaria, cuando tenía alrededor de cinco o seis años.
Por esa época, yo ya era consciente del hecho de que era físicamente hombre y que los demás pensaban que de mí y me veían como lo harían con un niño.
Y sin embargo, durante todo ese tiempo, experimenté numerosas manifestaciones de mi sexo femenino subconsciente:
Tuve sueños en los que los adultos me decían que era una niña; solía hacer dibujos de niños pequeños con agujas que se insertaban en sus penes, imaginando que el medicamento en la jeringa hacía desaparecer sus órganos; tenía la sensación inexplicable que estaba haciendo algo mal cada vez que entraba al baño de los chicos en la escuela; y cada vez que nuestra clase se dividía en grupos de niños y niñas, siempre tenía la sospecha de que en cualquier momento alguien me tocaría en el hombro y me diría:
“Hey, ¿qué estás haciendo aquí? Tú no eres un chico.”
En ese entonces, yo no estaba segura de qué hacer con esos sentimientos.
Después de todo, yo era un niño, obviamente -todo el mundo lo creía así. Y a diferencia de otras niñas del espectro hombre-a-mujer, realmente yo nunca quise tomar parte en las actividades de las niñas, como jugar a las casitas.
Siendo que, al igual que los demás escolares de primaria, mi comprensión de lo que significaba ser “niña” y “niño” se basaba en gran medida en las preferencias de género en los juguetes, actividades e intereses, no estaba claro para mí de qué manera podía conciliar mis sentimientos subconscientes y vagos de ser una niña, con mi pasión por los dinosaurios y mi deseo de ser una jugadora de grandes ligas cuando fuera grande.
No fue hasta la edad de once años que reconocí conscientemente esos sentimientos subconscientes, como un impulso intenso de ser mujer.
El primer incidente que me condujo a ese descubrimiento ocurrió una noche, después de participar en una batalla perdida contra el insomnio.
Sentí el inexplicable deseo de quitar de la ventana un conjunto de cortinas de encaje color blanco y envolverme alrededor de la tela cubriendo mi cuerpo como si fuera un vestido. Caminé hacia el espejo. Dado que me veía como un niño prepúber con uno de esos cortes de pelo para chicos bastante largo que eran populares a finales de los años 70, las cortinas por sí solas fueron suficiente para completar mi transformación: me veía como una niña.
Me quedé mirando mi reflejo más de una hora, aturdida. Se sentía como una epifanía, porque, por alguna razón inexplicable, verme a mí misma como una chica era algo que hacía sentido de forma absolutamente perfecta para mí.
El segundo descubrimiento ocurrió poco después.
Todos los días después de la escuela, yo jugaba sola en mi dormitorio, inventando pequeñas historias de aventura en las que yo iba a actuar.
Durante un tiempo (muy probablemente inspirada por mi epifanía ante el espejo), las aventuras que yo creaba tenían un vuelco en la trama donde mi enemigo imaginario me conviertía en una chica, de manera que me pasaría el resto de la historia tratando de encontrarlo para que pudiera convertirme de vuelta en un niño.
Después de un rato, me llegaba a aburrir con la última parte de la historia, así que simplemente seguía durante el resto de la aventura viviendo como una niña.
Hice esto por un par de semanas antes de darme cuenta de que la parte de “ser una chica” en la historia, era mucho más que un simple juego.
Se hizo obvio para mí que yo realmente era una niña y que, en cierto nivel, se sentía correcto.
Tratar de traducir estas experiencias subconscientes a pensamientos conscientes es un asunto enredado.
Todas las palabras disponibles en el idioma inglés fallan por completo, no captan con precisión ni transmiten mi comprensión personal de estos eventos.
Por ejemplo, si yo dijera que me “veía” a mí misma como mujer, o que yo “sabía” que era una niña, sería negar el hecho de que en todo momento yo era consciente de mi apariencia física como hombre.
Y decir que yo “deseaba” o “quería” ser una chica, borra el hecho de que no era un mero “deseo”, sino que ser mujer era algo que hacía sentido de forma completa para mí, algo que se sentía correcto en el nivel más profundo de mi ser.
Podría decir que “sentía” como una chica, pero eso daría la falsa impresión de que yo sabía cómo sentían otras niñas (y otros niños)
Y si dijera que “se suponía” que yo debería haber sido una niña, o que yo “debería haber nacido” mujer, esto implicaría que yo tenía algún tipo de discernimiento cósmico acerca el gran esquema del universo, algo que ciertamente yo no tenía.
Tal vez la mejor manera de describir cómo se siente mi sexo subconsciente para mí es decir que parece como si, en algún nivel, mi cerebro esperara que mi cuerpo fuera de mujer.
De hecho, existen pruebas que sugieren que nuestro cerebro tiene un conocimiento intrínseco acerca del sexo que nuestro cuerpo debería tener. (1)
Por ejemplo, han habido numerosos casos en los que niños varones que han sido reasignados quirúrgicamente como mujeres poco después de haber nacido, debido a circuncisiones mal hechas o debido a una extrofia cloacal (una condición médica no intersexual).
A pesar de haber sido criados como mujeres y de haber crecido teniendo genitales de apariencia femenina, la mayoría de esos niños eventualmente llegaron a sentirse a sí mismos como hombres, lo que demuestra que el sexo del cerebro puede anular la socialización y el sexo genital. (2)
También han habido estudios que han examinado una pequeña región que presenta un dimorfismo sexual del cerebro, conocida como la BSTc, por sus siglas en inglés (subdivisión central de la cama núcleo de la stria terminalis).
Los investigadores han encontrado que la estructura de la región BSTc en las mujeres transexuales se asemeja más a la de la mayoría de las mujeres, mientras que en el caso de los hombres transexuales se asemeja más a la de la mayoría de los hombres. (3)
Como en todas las investigaciones del cerebro, estos estudios tienen ciertas limitaciones y advertencias, pero sí es cierto que sugieren que nuestros cerebros podrían venir cableados para esperar que nuestros cuerpos fueran de hombre o de mujer, independientemente de nuestra socialización o de la apariencia de nuestros cuerpos.
Personalmente, me siento atraída por la hipótesis del cableado del cerebro, no porque crea que se ha demostrado científicamente más allá de cualquier duda, sino porque explica mejor por qué los pensamientos que tenía de ser mujer siempre se sintieron como reales y al mismo tiempo como algo vago y por qué esos pensamientos siempre estaban presentes, como si fueran una certeza inconsciente que siempre parecía desafiar a la realidad consciente.
También explicaría cómo es que yo sabía que había algo mal en que el hecho que yo fuera un niño, mucho antes de que yo pudiera conscientemente ponerlo en palabras; por qué tenía sueños acerca de ser o convertirme en una chica mucho antes de que experimentara ningún deseo consciente de ser mujer o de ser femenina; o por qué mis primeras experiencias como adolescente masturbándome (que sucedieron antes que yo hubiera visto u oído algo sobre lo que sucede cuando la gente tiene sexo) involucraban que yo abriera mis piernas, poniendo mi mano en mi entrepierna, y meciendo la mano hacia atrás y adelante de la misma forma en que muchas niñas lo hacen por instinto.
La hipótesis del cableado cerebral también puede explicar por qué pensar en mí misma como mujer siempre ha sido algo que ha estado fuera de mi control consciente, por qué yo era incapaz de reprimirlo o racionalizarlo para alejarlo de mí, sin importar cuánto lo intentara.
Mucha gente supone que las personas transexuales tienen una obsesión adictiva respecto a la idea de ser del otro sexo: Según ellas, mientras más pensamos en eso, más nos gusta o nos convencemos a nosotras mismas para creer que es cierto.
He encontrado que ser una persona transexual es todo lo contrario:
Cuanto más trataba de ignorar los pensamientos de que yo era una mujer, más persistentes se volvían, abriéndose paso de nuevo hacia la superficie de mi mente.
En este sentido, se sentían más como se sienten otros sentimientos subconscientes, como el hambre o la sed, donde negar el impulso sólo hace que la sensación se vaya haciendo cada vez más intensa con el tiempo.
Estoy segura que algunos se opondrán a que me refiera a este aspecto de mi persona como “sexo” subconsciente, en lugar de “género”.
Yo prefiero el término “sexo” porque lo he experimentado como algo que tiene que ver más bien y de forma exclusiva, con mi sexo físico, y porque para mí este impulso subconsciente de ser mujer ha existido de forma independiente a los fenómenos sociales comúnmente asociados a la palabra “género”.
Como mencioné anteriormente, mi primera experiencia con mi sexo subconsciente femenino no vino acompañada por el deseo correspondiente de explorar los roles de género femenino o de expresar mi feminidad.
Tampoco fue el resultado de que tratara de “encajar” en las normas de género de la sociedad porque, a decir de todos, durante esa época yo era considerada como un niño bastante normal en mi comportamiento.
Y mi sexo subconsciente femenino sin duda tampoco fue el resultado de la socialización de género o de las construcciones sociales, ya que desafió todo lo que me habían enseñado como cierto sobre el género, así como el constante refuerzo que recibí para pensar en mí misma como un niño y actuar de forma masculina.
Aunque creo que mi sexo femenino subconsciente se origina dentro de mí (es decir, que es una parte intrínseca de mi persona), las cosas se complicaron, inevitablemente, una vez que mi mente consciente comenzó a procesar estos sentimientos, chocando con la realidad no sólo de mi masculinidad física, sino con el hecho de que yo tenía que funcionar en un mundo donde todos los demás se relacionaban conmigo como si fuera un hombre.
Esta intersección del sexo subconsciente y el consciente, es lo que prefiero pensar como identidad de género.
Cuando el propio sexo subconsciente coincide con el sexo consciente, como ocurre con las personas cisexuales, una identidad de género adecuada puede aparecer sin contratiempos.
Para mí, la tension que sentía entre estas dos certezas dispares acerca de mí misma, era algo totalmente discordante.
Incluso cuando era muy joven, me di cuenta que en realidad sólo había tres formas potenciales de resolver el problema:
Podía reprimir mi sexo subconsciente (algo que había tratado de hacer, pero que nunca llegó a funcionar por completo), podía aceptar mi sexo subconsciente y convertirlo en mi sexo consciente (lo que implicaba no sólo ignorar mi masculinidad física, sino anunciarle a mi familia y amigos que yo era una niña -una acción que yo sabía que iba a ser a la vez peligrosa y devastadora para todos los involucrados), o bien podía aprender a manejar la diferencia entre mi sexo consciente y mi sexo subconsciente, encontrar nuevas formas de relacionarme con mi género que me permitieran conciliar tanto mi masculinidad como mi feminidad en grados determinados.
Aunque he encontrado que mi sexo subconsciente es impermeable al pensamiento consciente o a la influencia social, mi identidad de género (es decir, la forma en que yo conscientemente me relaciono con mi género) ha estado bastante determinada por las normas culturales y mis creencias y experiencias personales.
Por ejemplo, aunque mi realización inicial de que yo era una mujer me ocurrió antes de que experimentara cualquier atracción sexual e independientemente de cualquier deseo de tomar parte en las actividades e intereses estereotípicamente de niñas, esa realización me llevó a la pregunta de (y, eventualmente, a experimentar con) mi sexualidad y mi expresión de género.
Después de todo, igual que a la mayoría de los niños, me educaron para creer que los hombres debían ser masculinos y sentirse atraídos por las mujeres, y que las mujeres debían ser femeninas y sentirse atraídas por los hombres.
El hecho de que yo fuera mujer, necesariamente lanzó estas otras facetas relacionadas con el género a moverse en un flujo.
De hecho, el primer pensamiento que cruzó por mi mente cuando descubrí que yo era mujer, fue que seguramente yo era un chico gay, una idea sin duda inspirada por los ostentosamente femeninos estereotipos masculinos gays que aparecían regularmente en la televisión en los años 70.
Sin embargo, una vez que llegué a la pubertad y mi deseo sexual me golpeó, me sentí atraída por las mujeres y no por los hombres, lo que sólo sirvió para confundirme aún más, ya que en ese momento yo ni siquiera había escuchado la palabra “lesbiana”.
Conforme pasó el tiempo me aferré a todo tipo de identidades de género y a otras teorías que parecían contener potenciales explicaciones para mis sentimientos subconscientes.
Durante un buen tiempo, pensé en mí misma como en un crossdresser y traté a mi sexo subconsciente femenino como si fuera mi “lado femenino” que estaba tratando de salir. Pero después de años de crossdressing, eventualmente llegué a perder el interés, dándome cuenta que mi impulso de ser mujer no tenía nada que ver ni con la ropa ni con la feminidad en sí.
También hubo un período de tiempo en el que tomé la palabra “pervertido” y traté mi impulso de ser mujer como una especie de rareza sexual. Pero después de explorar ese camino, se hizo evidente que esa idea no podía explicar cómo, en la gran mayoría de los casos en que pensaba en mí misma como mujer, ésto se daba en un contexto no sexual.
Y después de leer los escritos de Kate Bornstein y Leslie Feinberg, por primera vez, me apropié de las palabras “transgénero” y “queer.”
Empecé a pensar en mí como bigénero, a ver mi sexo femenino inconsciente como algo tan legítimo como el sexo que representaba mi apariencia física masculina.
En los años justo antes de mi transición, empecé a expresar mi feminidad tanto como me fue posible, pero siempre dentro del contexto de que tenía un cuerpo masculino; me convertí en lo que llamarían un chico queer andrógino muy extraño a los ojos del mundo.
Aún y cuando sentía el alivio de ser simplemente yo misma y que no importaba lo que los demás pensaran de mí, todavía me encontraba lidiando con la abrumadora y constante certeza subconsciente de que yo era una mujer y no un hombre.
Después de veinte años de exploración y experimentación, eventualmente llegé a la conclusión de que mi sexo femenino subconsciente no tenía nada que ver ni con los roles de género, ni con la feminidad en sí, ni tampoco con la expresión sexual -sino que se trataba de la relación personal que tenía yo misma con mi propio cuerpo.
Para mí, la parte más difícil de ser una persona transexual no ha sido la discriminación o el ridículo que he enfrentado por desafiar las normas sociales de género, sino mas bien el dolor interno que experimenté cuando mi sexo subconsciente y mi sexo consciente estaban enfrentados entre sí.
Creo que esta idea se capta mejor con el término psicológico “disonancia cognitiva”, que describe la tensión mental y el estrés que se producen en la mente de una persona cuando se encuentra tratando de conciliar dos pensamientos o puntos de vista contradictorios que ocurren al mismo tiempo -en este caso, sentirme a mí misma como mujer en un nivel subconsciente y tratar al mismo tiempo con el hecho de que yo era físicamente un hombre. Esta disonancia de género puede manifestarse de varias maneras. A veces se sentía como estrés o como ansiedad, lo que me llevaba a una maratón de batallas contra el insomnio. Otras veces, aparecía en la superficie como celos o ira hacia otras personas que parecían gozar del privilegio de dar su género por sentado. Pero, sobre todo, para mí se sentía como tristeza, una especie de tristeza de género -un dolor crónico y persistente por el hecho de que me sentía tan mal en mi cuerpo.
A veces los demás descalifican el hecho de que las personas transexuales pueden sentir un dolor real en relación a la condición de su género.
Por supuesto, es fácil para los demás descartar la disonancia de género: Es invisible y además (tal vez lo más relevante) ellos mismos son incapaces de relacionarse con eso.
Estas mismas personas, sin embargo, entienden que estar atrapado en una mala relación o en un trabajo insatisfactorio puede hacer que una persona se sienta miserable y puede conducirla a una depresión tan intensa, que se extiende a todos los demás ámbitos de la vida de esa persona.
Este tipo de dolor se puede tolerar un tiempo, pero en el largo plazo, si las cosas no cambian, el estrés y la tristeza pueden acabar con esa persona.
Bueno, si tanta desesperación puede ser ocasionada por un trabajo de cuarenta horas a la semana, entonces podemos imaginar lo deprimida y angustiada que uno podría llegar a sentirse si se viera obligada a vivir en un género en el que se siente mal, veinticuatro horas al día, siete días a la semana.
A diferencia de otras formas de tristeza que he experimentado y que inevitablemente se iban aliviando con el tiempo, mi disonancia de género no hacía más que empeorar con cada día que pasaba.
Y para el momento en que finalmente tomé la decisión de comenzar la transición, mi disonancia de género se había puesto tan mal que me consumía por completo; dolía más que cualquier dolor, físico o emocional que hubiera experimentado jamás.
Se que la mayoría cree que las mujeres y los hombres transexuales hacemos la transición porque según ellos queremos ser del otro sexo, pero eso es una simplificación excesiva.
Después de todo, yo he tenido el sentimiento de ser mujer casi toda mi vida, pero estaba realmente aterrorizada por la etiqueta “transexual”, o por tener que lamentarme más tarde, como para considerar seriamente la transición.
Lo que cambió durante ese período de veinte años no fue mi sentimiento de ser mujer, sino mas bien mi capacidad para tolerar vivir como hombre sin serlo, para tolerar mi propia disonancia de género.
Cuando tomé la decisión de comenzar la transición, honestamente yo no tenía idea de lo que sería para mí vivir como mujer.
Lo único que sabía con certeza era que seguir pretendiendo que era un hombre me estaba matando poco a poco.
Algunas personas transexuales a menudo dicen que nunca se puede saber a ciencia cierta si uno realmente debería comenzar la transición física, hasta que empieza a tomar las hormonas -si uno se siente bien con los cambios en su cuerpo y la forma en que se siente en general, entonces es que tomó la decisión correcta; si no, entonces era una equivocación.
Si bien éste no es un consejo que yo daría, sí es coherente con mi propia experiencia personal.
Sinceramente, yo no estuve 100 por ciento segura de que la transición podría aliviar mi disonancia de género, hasta después de pasar mis primeras semanas recibiendo hormonas femeninas.
La forma en que me hacían sentir, y los subsecuentes cambios que trajeron a mi cuerpo, se sentían simplemente.. correctos. Realmente no hay otra palabra para describirlo.
Es típico de las personas cisexuales suponer que las personas transexuales realizan la transición a fin de obtener privilegios de algun tipo relacionados con el género.
Estos supuestos se ven socavados por el hecho de que existen tanto mujeres, como hombres transexuales y que en su vida post-transición pueden terminar siendo bisexuales, homosexuales o bien heterosexuales; o que pueden llegar a expresar su género con carácter normativo o bien puede resultar que tengan una expresión de género no conforme con la norma.
En mi caso, a los ojos del mundo pasé de ser un hombre hetero, a ser una mujer lesbiana.
Y aunque he perdido los beneficios significativos que dan tanto el privilegio masculino, como el heterosexual, sigo considerando que mi transición valió la pena.
Debido a que por primera vez en mi vida, ahora experimento todos los días lo que considero que es el privilegio de género más importante de todos: sentirme como en casa en mi propio cuerpo sexuado.
En vez de vivir con disonancia de género, ahora vivo la experiencia de la concordancia de género.
A muchas personas cisexuales parece que les cuesta aceptar la idea de que ellos también poseen un sexo subconsciente -una certeza profunda del sexo que deberían tener sus cuerpos.
Supongo que cuando una persona se siente bien en el sexo en que nació, nunca se ve obligada a localizar o a cuestionar su sexo subconsciente, para diferenciarlo de su sexo físico.
En otras palabras, su sexo subconsciente existe, pero está oculto a su vista.
Tienen un punto ciego.
Sin embargo, creo que sí es posible que las mujeres y los hombres cisexuales puedan echarle un vistazo a su propio sexo subconsciente.
Cuando hago presentaciones sobre temas transexuales, trato de tocar el punto haciéndole una pregunta a la audiencia:
“Si yo les ofreciera diez millones de dólares a cambio de que ustedes vivieran como alguien del otro sexo para el resto de sus vidas, ¿aceptarían la oferta?”
Aunque nunca faltan algunos listillos que dicen “Sí”, la gran mayoría de las personas mueve la cabeza para indicar, “No.”
Claramente, sus respuestas no tienen nada que ver con los privilegios de género, ya que tanto hombres como mujeres, lesbianas, gays y heteros, todos coinciden en que no estarían dispuestos a hacer el cambio.
Cuando les pregunto que por qué contestaron que no, por lo general se ponen un poco nerviosos al principio, como si se hubieran quedado sin palabras.
Y finalmente, terminan diciendo cosas como, “Porque sí, porque soy una mujer (o un hombre),” o bien, “Simplemente, no se sentiría bien.”
Seamos realistas: si las mujeres y los hombres cisexuales no tuvieran un sexo subconsciente, entonces la reasignación de sexo sería algo mucho más común de lo que actualmente es.
Las mujeres que quisieran tener éxito en el mundo de los negocios, dominado por los hombres, simplemente harían la transición a hombre.
Las lesbianas y los gays que se avergonzaran de su “rareza”, simplemente harían la transición hacia el otro sexo.
Las universitarias que estudian el género podrían hacer una transición durante unos pocos años para recopilar datos para sus tesis.
Los actores que hacen el papel de personas transexuales podrían tomar hormonas durante unos meses, con el fin de hacer que sus representaciones fueran más auténticas.
Los criminales y los espías podrían realizar la transición física como una forma de infiltración.
Y los concursantes de los reality shows estarían más que dispuestos a cambiar de sexo con la esperanza de alcanzar sus quince minutos de fama.
Por supuesto, estos escenarios nos parecen absolutamente ridículos.
Son completamente improbables, ya que, en un nivel profundo y subconsciente, todos sabemos que nuestro sexo físico es mucho más que la cáscara superficial que habitamos.
Para mí, esta es la parte más frustrante de tratar con las personas cisexuales que expresan confusión o falta de creencia en cuanto a porqué las mujeres y los hombres transexuales elegimos seguir la transición.
Son incapaces de ver que su incredulidad se deriva directamente de su propia experiencia de sentirse en casa en el sexo en que nacieron, de su propia concordancia de género.
En otras palabras, es su propio sexo subconsciente -y su incapacidad para reconocerlo- lo que hace que sea difícil para ellos entender por qué alguien querría “cambiar” su sexo.
Todo esto me recuerda cuando yo estaba creciendo durante los años 70 y principios de los 80, cuando la mayoría de la gente heterosexual tenía un punto ciego similar en cuanto a su orientación sexual.
La gente a menudo expresaba su incapacidad para imaginarse cómo alguien podría sentirse atraído por una persona del mismo sexo.
Decían cosas tan ridículas como:
“Es que sencillamente no es natural”, “Debe ser una fase”, y “Simplemente no lo entiendo.”
De hecho tenían el descaro (o la ingenuidad) de preguntarle a las personas lesbianas y gays, “Pero, ¿cómo sabes que eres realmente gay?”
Sin considerar jamás hacerse a sí mismos la pregunta recíproca:
“¿Cómo se que soy realmente heterosexual?”
Tal vez el cambio conceptual más importante que ha facilitado la progresiva aceptación de las personas LGBT en los últimos veinticinco años, ha sido que las personas hetero ya no son capaces de tomar su atracción por el sexo opuesto como algo dado, de asumir que la suya es la única forma “natural” de sexualidad que existe.
Ahora reconocen que, al igual que las personas lesbianas, gays y bi, ellos también tienen una orientación sexual -son heterosexuales.
De la misma manera, no creo que las personas transexuales lleguen a ser plenamente aceptadas en esta sociedad hasta que la gente cisexual reconozca que ellos también tienen un sexo subconsciente y que, si no viven luchando contra un constante bombardeo de pensamientos subconscientes para ser “del otro sexo”, entonces lo más probable es que su sexo subconsciente coincide con su sexo físico.
Reconocer nuestros propios puntos ciegos, -nuestra total incapacidad para comprender el género y las inclinaciones sexuales que no hemos experimentado de primera mano- es un primer y muy importante paso en el camino hacia la eliminación de todas las formas que existen en el mundo de asumir de forma automática, un derecho a la superioridad de género.
A diferencia de la disonancia de género, que sólo es experimentada por las personas transexuales, asumir de manera automática el derecho a la superioridad de género es algo que puede afectar a cualquiera.
Este derecho asumido puede ser mejor descrito como la convicción arrogante de que las propias creencias, las propias percepciones y suposiciones en cuanto al género y la sexualidad, son más válidas que las de los demás.
Asumir el derecho automático a la superioridad de género es algo que a menudo conduce a la ansiedad de género.
Esto es, al acto de sentirse irracionalmente molesto o incómodo por la mera existencia de aquellas personas que ponen en duda o en entredicho, nuestra propia y asumida superioridad de género.
Hay muchas formas diferentes (y que a menudo se superponen) de asumir el derecho automático a la superioridad de género, así como la ansiedad de género que esto trae consigo.
Por ejemplo, una de las formas más frecuentes es el heterosexismo, la creencia de que la heterosexualidad es la única forma “natural”, legítima o moralmente aceptable de sentir el deseo sexual.
Asumir el derecho automático a la superioridad de género por ser heterosexual, puede llevar a la homofobia, que es una expresión de la ansiedad de género dirigida contra aquellas personas que se involucran en relaciones del mismo sexo.
Del mismo modo, la creencia -basada el hecho de asumir una superioridad automática de género- de que todas las mujeres son (o deberían ser) femeninas y que los hombres son (o deberían ser) masculinos -algo que algunos han llamado “cisgenderismo”- da lugar a la transfobia, que es la ansiedad de género que se dirige contra quienes se expresan a sí mismos al margen de esas normas.
Si bien la homofobia y la transfobia han recibido la atención del público en general, pensar en términos del derecho asumido a la superioridad de género y la ansiedad de género que le acompaña, nos permite incorporar otras formas menos conocidas (pero igualmente despectivas) de discriminación sexual y de género.
Por ejemplo, muchos gays y lesbianas creen que todas las personas son “naturalmente” de dos formas, ya sea homosexual o heterosexual, y a menudo expresan bifobia, una ansiedad de género dirigida hacia las personas bisexuales, porque éstas desafían la presunción de que la gente sólo puede sentirse atraída por un sexo o por el otro.
También he conocido a algunas personas en la comunidad transgénero que creen que identificarse fuera del binario hombre/mujer automáticamente los hace ser superiores a, o más ilustrados que, aquellas personas transexuales o transgénero que se identifican dentro de ese binario.
Estas personas a menudo expresan su ansiedad de género (binario-fobia?) hacia quienes se identifican decididamente ya sea como hombres o como mujeres.
Lo que debería ser obvio a estas alturas es que todas las formas de asumir un derecho automático a sentirse superiores por el género, así como la ansiedad de género que ocasionan, son en su núcleo, expresiones de inseguridad.
Después de todo, aquellas personas que se sienten realmente cómodas con sus propios deseos y expresiones de género, así como con su sexualidad, no tienen ninguna necesidad de sentirse molestas ni afectadas por las diferentes expresiones y deseos de los demás.
Sin embargo, cuando nos dejamos llevar por nuestras propias inseguridades y recurrimos al derecho a la superioridad de género, no sólo negamos la diversidad que existe en el género y la sexualidad humanos, sino que arrogantemente suponemos que otras personas deben frenar o ajustar sus inclinaciones y deseos con el fin de responder a nuestras expectativas.
La forma más productiva en que nosotros como individuos podemos superar nuestros derechos asumidos a la superioridad de género, es hacer las paces con nuestros propios puntos ciegos, reconocer que hay ciertas cuestiones de género y expresiones y deseos sexuales que no podemos entender, que nunca experimentaremos de primera mano.
Por lo tanto, el camino hacia la superación de la homofobia o la bifobia es llegar a estar más en contacto con nuestra propia orientación sexual y reconocer que las orientaciones sexuales de otras personas no tienen relación con la nuestra.
El movimiento transgénero ha adoptado un enfoque similar para enfrentar la transfobia, alentando a las personas cisgénero a que se sientan cómodas con sus propias expresiones de la feminidad y/o la masculinidad, con el fin de que así puedan ser respetuosas de esas expresiones en otras personas.
Este enfoque ha beneficiado sin duda a muchas personas transexuales, ya que ha ayudado a convencer a una parte del público, de que se nos debe permitir expresar nuestros géneros sin ser discriminadas.
Por desgracia, enfrentar la transfobia ha hecho muy poco para aliviar el cisexualismo, es decir, la creencia de que los géneros de las personas transexuales son menos “reales” o legítimos que los géneros de las personas cisexuales.
Para mí, esto se hace evidente cuando me relaciono con personas que aceptan mi comportamiento femenino y mi identidad femenina, pero trazan firmemente una línea a la hora de aceptar mi cuerpo de mujer transexual.
Debido a que la mayoría no ha hecho las paces con su propio sexo subconsciente y la relación que éste tiene con su sexo físico, tienden a experimentar una molestia injustificada por los cuerpos de otras personas que presentan variaciones de género/sexo.
Muchos aliados que dicen estar a favor de los derechos de las mujeres y los hombres transexuales, se sienten incómodos cuando les toca compartir un vestidor o una ducha pública con alguien transexual.
Y hay muchísima gente que dice apoyar a sus amigos y colegas transexuales, pero que, hipócritamente, se verían perturbados si la persona con la que han estado saliendo, durmiendo, o con la que llegaron a formar pareja, de repente se revelara ante ellos como alguien transexual.
Es hora de que las personas cisexuales que sienten ansiedad de género se pongan a mirar profundamente dentro de sí mismos y se pregunten por qué eligen ver los cuerpos transexuales como inquietantes o perturbadores.
¿Cómo es posible que puedan considerar un cuerpo físico atractivo e inofensivo cuando suponen que es cisexual, y de pronto ese mismo cuerpo les parece horrible o amenazante con el descubrimiento de que es un cuerpo transexual?
¿Como es posible que tales respuestas tan radicalmente diferentes puedan ser provocadas por el mismo ser humano sólo que en diferentes circunstancias?
¿No indica ésto que la verdadera diferencia reside en la mente cisexual y no en el cuerpo transexual?
Una vez más, me acuerdo de la década de 1980, cuando apenas se comenzaba a aceptar la homosexualidad y era común que las personas dijeran:
“No me importa que lo hagan en la intimidad de sus propios dormitorios, siempre y cuando no hagan alarde de eso delante de mí.”
Hoy día, es obvio para la mayoría de nosotros que tales observaciones no son más que prejuicios que se hacen pasar por tolerancia.
De forma similar, es hora de que las personas cisexuales con ansiedad de género comencen a hacer las paces con su propio cisexismo velado, a preguntarse por qué ellos sí se sienten con derecho a “hacer alarde de” su cisexualismo (por ejemplo, hablar sin vergüenza sobre su propia feminidad o masculinidad, sobre las partes de su cuerpo y sus funciones) o dan por sentados ciertos derechos de género (por ejemplo, utilizar los baños públicos sin problema, compartir libremente sus cuerpos con amantes sin tener que confesarse, revelarse, ni dar ningún tipo de explicación), al mismo tiempo que insisten en que los cuerpos de las personas transexuales deben permanecer ocultos a su vista, o que sean juzgados bajo normas diferentes a los suyos.
Las personas cisexuales con ansiedad de género deben empezar a admitir que los problemas que tienen con nuestros cuerpos transexuales se derivan directamente de sus propias inseguridades, de su temor a que su propio género y su sexualidad sean puestos en duda.
Mientras la mayoría de personas cisexuales siga negándose a llegar a un acuerdo con sus propios puntos ciegos -específicamente con su propio sexo subconsciente- las innumerables formas sutiles y no tan sutiles en que convierten en objeto a las personas transexuales y nos tratan como ciudadanos de segunda categoría, se mantendrán por siempre fuera de su campo de visión.
1-Carina Dennis, “El Organo Sexual más Importante,” (“The Most Important Sexual Organ,” ) Nature 427, no. 6973 (2004), 390-392; Arthur P. Arnold, “Cromosomas Sexuales y Género del Cerebro,” (“Sex Chromosomes and Brain Gender,” ) Nature Reviews: Neuroscience 5 (2004), 1-8; Anne Vitale, “Anotaciones sobre la Transición de Roles de Género: Repensando la Terminología del Desorden de Identidad de Género en el Manual de Diagnóstico y Estadísticas de Desórdenes Mentales IV“(“Notes on Gender Role Transition: Rethinking the Gender Identity Disorder Terminology in the Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders IV, ” de un documento presentado en el Congreso 2005 HBIGDA, Abril 7, 2005 (una versión completa y con referencias del documento puede encontrarse en www.avitale.com/hbigdatalkplus2005.htm).
2-John Colapinto, Tal y como la Naturaleza lo hizo: El Niño que fue criado como Niña. (As Nature Made Him: The Boy Who Was Raised as a Girl) New York: HarperCollins, 2000; William G. Reiner y John P. Gearhart, “Identidad Sexual Discordante en algunos Hombres Genéticos con Extrofia Cloacal asignados al Sexo Femenino al Momento de su Nacimiento” (“Discordant Sexual Identity in Some Genetic Males with Cloacal Exstrophy Assigned to female Sex at Birth,” ) New England Journal of Medicine 350, no. 4 (2004) , 333-341.
3-Jiang-Ning Zhou, Michel A. Hofman, Louis J. G. Gooren, y Dick F. Swaab, “Una Diferencia Sexual en el Cerebro Humano y su Relación con la Transexualidad,” ) Nature 378 (1995),68-70; Frank P. M. Kruijver, Jiang- Ning Zhou, Chris W. Pool, Michel A. Hofman, Louis J. G. Gooren, y Dick F. Swaab, “Las Personas Transexuales Hombre a Mujer Tienen un Número de Neuronas correspondiente al Sexo Femenino en un Núcleo Límbico” (“Male-to-Female Transsexuals Have Female Neuron Numbers in a Limbic Nucleus,” ) Journal of Clinical Endocrinology and Metabolism 85, no. 5 (2005) , 2034-2041.
Traducción realizada por Akntiendz del capítulo 5 del libro de Julia Serano, Whipping Girl. A Transsexual Woman On Sexism And The Scapegoating Of Feminity (Se traduce más o menos como: La Chica del Látigo. Una mujer transexual opina acerca del sexismo y el chivo expiatorio de la feminidad.)
.
Otros capítulos de La chica del látigo: |