Una madre sobre protectora debido a un embarazo esperado por 7 largos años. Un padre relativamente ausente de casa por cuestiones laborables. Una extraña condición adquirida durante el embarazo.
Fueron sin duda unos malos ingredientes mezclados por el destino y entregados a mi vida durante el nacimiento. Mi suerte estaba echada y yo sin saberlo.
Los primeros 4 años de mi vida transcurrieron de una manera natural, al menos así lo creo pues no recuerdo muchos detalles. Pero cuando comencé a convivir con mi prima hermana, de tan solo dos años más que yo, fue cuando me percaté de que las cosas no estaban bien. Algo sucedía. Algo no estaba bien. Algo golpeó mi mente de una manera brutal.
Mi abuela aprovechando nuestra corta edad, nos bañaba juntas para ahorrar agua y tiempo y fue cuando me percaté de nuestras diferencias anatómicas. No entendía porqué yo tenía algo de más. Porqué sabiendo mi mamá que yo era una niña nunca me compró ropa tan bonita como la que usaba mi prima. Llena de colores vistosos y de una gran diversidad de texturas en la tela.
Mi padre siempre figuró en la casa como el proveedor, el sustento y solo lo veía los fines de semana. Siempre trabajando, siempre demasiado ausente. Era el que regalaba, el que consentía. Mi madre por el contrario, era la figura de autoridad, la que ponía las reglas en casa y la que imponía los castigos, pero era la persona que representaba mi fuente de amor y cariño más cercano.
Ahora yo sabía que era una niña diferente. Eso me dio inseguridad y baja autoestima. Y así se forjó mi carácter. Tímida, retraída, poco sociable, introvertida.
Nunca me atreví a preguntarle a mi madre el porqué era yo diferente pues tenía mucho miedo de llegar a perder la única vía de cariño hacia mi persona.
Desde los cinco años comencé a dormirme en posición lateral con la cadera y las rodillas dobladas y metía ese trozo de carne extra que tengo y lo colocaba entre los muslos y le pedía a Dios que al despertar ya no estuviera. Solo así, tal vez comenzarían a comprarme vestidos bonitos y blusas coloridas. Pero ese milagro nunca llegó a mi vida. De hecho es una costumbre que tengo aún hoy día.
Mi vida transcurrió en una oscura clandestinidad. Escondiéndome en la ropería para ponerme una vestido de mi prima (a quien considero mi hermana), un sujetador, sus zapatillas decoradas con flores. Pero siempre a escondidas, siempre por unos momentos y siempre con el gran temor de ser descubierta y regañada.
Siempre jugué con ella. Éramos hijas únicas y siempre hemos estado juntas. Eran momentos en los que me sentía igual a ella y me imaginaba que yo vestía igual que ella y que tenía el cabello largo.
Cuando cumplí 10 años, tuve mi primera crisis emocional. Estaba desesperada. No quería seguir viviendo así. Tomé la decisión de hablar con mi padre. Estaba segura de que él me quería profundamente y que podría pedirle que me ayudara, que podría confesarle que la estaba pasando muy mal.
Un sábado al mediodía, mi madre estaba en la cocina preparando la comida y él estaba sentado en la sala leyendo el periódico, bebiendo una cerveza y fumando un cigarrillo. Bajé las escaleras decidida a todo. Cuando me sintió cerca bajo su periódico y me dio un abrazo. Sentí su barba mal afeitada en mi mejilla y su olor a tabaco. Fue cuando de pronto sentí que algo me cerraba la garganta al punto de asfixiarme No pude decir ni una sola palabra. Como pude me libré de su abrazo cálido y corrí al cuarto de baño para retomar el aliento.
Estaba muy molesta conmigo misma por no haber tenido el valor de hablar con él y prometí hacer un nuevo intento el siguiente sábado.
Ese momento nunca llegó. El miércoles por la mañana, amaneció muerto a los 42 años por un infarto al corazón. A los 10 años de edad, la vida me asestaba mi segundo golpe.
Yo creo que todo partió por el haber tenido en esos momentos tan importantes de mi vida una familia dónde no había la suficiente confianza cómo para permitir que la otra persona pudiera exteriorizar su sentir.
Los papás deberían no solo ser fuente de sustento y cuidados para los hijos, sino además, saber estar al pendiente de su sentir, de su vivir. Y permitir la comunicación abierta y sin prejuicios, de sus propios hijos.
Quiero imaginarme lo que hubiera sido de mi vida si hubiese tenido a unos padres como muchos de los que he tenido la oportunidad de conocer desde hace un año: abiertos, deseosos de conocer el porqué de sus hijos e hijas, luchando por ayudarles en todo, por darles la oportunidad de tener una vida plena dentro de una sociedad difícil.
Solo puedo imaginármelo, porque cambiar mi vida no puedo.
Pero ustedes sí pueden cambiar la vida de muchas personitas que han comenzado a lidiar con esta condición.
La fotografía que anexo es cuando le pedí a mi hermana que me pusiera un vestido suyo. Ella no quería, pues temía que nos regañaran. Me puso unos pantalones cortos de ella, un swetter, un cinturón y yo corrí por unas zapatillas de mi mamá. Pero ella me dio una espada por si llegaban a descubrirnos. Podríamos decir que estábamos jugando a los disfraces. Lo recuerdo muy bien, tenía yo 4 o 5 años. Fue un recuerdo que me ha acompañado desde mi tierna infancia y solo cuando murió mi madre hace un par de años, fue cuando descubrí que ese momento había quedado impreso en una fotografía. Pero ahora, lo que me ha puesto a pensar mucho es el saber: quién tomó esa foto? Segura estoy de que fue mi madre. ¡Vaya lío de comunicación!
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