Un relato disfórico – Ciudad de ahogo

Caminé horas, perdido, por toda Caracas, con los brazos entrecruzados y la mirada firme al sucio concreto, el oxígeno tóxico de los autos y la zona industrial, el aroma de las panaderías al costado de las callejuelas y los puestos ilegales de comida rápida se venían sobre mí, sofocado, escuchando las voces de furia y prisa, me detuve un par de veces en alguna esquina para respirar profundo, recuerdo haber pensado que mis pulmones actuaban como un gato atrapado en una caja y rasgaba el cartón para poder salir, el semáforo había cambiado y los autos comenzaron a detenerse, caminé lento en medio de la vía mientras acomodaba discretamente pero desesperado las fajas que apretaban mi pecho, tenía miedo, pensé que estaba preparado para salir otra vez, me sentí débil, derrotado y mareado… me desvié un poco del bullicio y encontré una pequeña plaza sin nombre, uno de los pilares abandonados de la vieja ciudad seguramente, era muy colonial, me sentí a gusto, por fin tranquilo, agradecí el hecho de que no hubiese nadie en la plaza, no había miradas, sólo estaba yo de nuevo conmigo mismo, seguía mareado pero el aire ahí era más puro, cerré mis ojos y descansé en una de las bancas viejas, dejé mi mente volar, olvidé por completo lo sofocante de las vendas en mi pecho y lo disfruté, olvidé las marcas en la piel, sonreí pues me di unos minutos para dibujarme un pecho plano y creérmelo, me di unos minutos para dejar de sentir dolor y dibujarme ahí, fuera de ese cuerpo, me dibujé como si fuera un muñeco de papel, tan ligero, de plastilina, tan moldeable y uno de carne, tan real. Tal vez sí estaba listo para enfrentarme al mundo de nuevo, mientras sentía que la ciudad me golpeaba y me volvía débil, también pude observar aquellos hermosos colores que deleitaban mis pupilas cada vez que levantaba el rostro para mirar hacia adelante buscando valor, pude palpar las texturas cada vez que liberaba mis brazos de mi pecho que estaban aferrados a él para que nadie notara esos dos bultos que tanto me abatían, las vendas podían lastimar mi cuerpo pero me regalaban un instante de liberación, un instante en el que podía creerme que ya era todo lo que deseaba, que lo había alcanzado por fin, un instante de reposo en la constante batalla aquí adentro, yo voy a alcanzar todo aquello que anhelo, tal vez, esta ciudad de ahogo me está empezando a gustar, tal vez algún día ella me vea cambiar, me vea nacer de nuevo sobre la cuna de las hormonas, tal vez el panadero que me vende el almuerzo en aquel momento ya no me reconozca, esta ciudad de ahogo me ha herido, me ha maltrecho y aquí me he perdido, pero también he luchado y mis piernas me han obligado a caminar y caminar sin detenerme jamás, sin duda la ciudad de ahogo, en mi mente, es el lugar en el que me hago más fuerte.

Orian Azuaje