El pasado día de Nochebuena moría en Barcelona Alan, un chico trans de 17 años. Había sido uno de los primeros menores trans que había obtenido un cambio de nombre en el documento nacional de identidad en el Estado español. Pero el certificado no pudo contra el prejuicio. La legalidad del nombre no pudo contra la fuerza de los que se negaron a usarlo. La ley no pudo contra la norma. Los episodios constantes de acoso e intimidación que sufría desde hacía tres años en los dos centros escolares en los que se había matriculado acabaron por hacerle perder confianza en su posibilidad de vivir y le condujeron hasta el suicidio.
La muerte de Alan podría considerarse como un accidente dramático y excepcional. No hubo sin embargo accidente: más de la mitad de los adolescentes trans y homosexuales dicen ser objeto de agresiones físicas y psíquicas en el colegio. No hubo excepción: las cifras más altas de suicidio se registran entre los adolescentes trans y homosexuales.
Pero, ¿cómo es posible que el colegio no fuera capaz de proteger a Alan de la violencia? Digámoslo rápidamente: el colegio es la primera escuela de violencia de género y sexual. El colegio no sólo no pudo proteger a Alan, sino que facilitó las condiciones de su asesinato social.
El colegio es un campo de batalla al que los niñxs son enviadxs con su cuerpo blando y su futuro en blanco como únicos armamentos, un teatro de operaciones en el que se libra una guerra entre el pasado y la esperanza. El colegio es una fábrica de machitos y de maricas, de guapas y de gordas, de listos y de tarados. El colegio es el primer frente de la guerra civil: el lugar en el que se aprende a decir nosotros no somos como ellas. El lugar en el que se marca a los vencedores y a los vencidos con un signo que se acaba pareciendo a un rostro. El colegio es un ring en el que la sangre se confunde con la tinta y en el que se recompensa al que sabe hacerlas correr. Qué importa los idiomas que se enseñen allí si la única lengua que se habla es la violencia secreta y sorda de la norma. Algunos como Alan, sin duda los mejores, no sobreviven. No pueden unirse a esa guerra.
La escuela no es simplemente un lugar de aprendizaje de contenidos. La escuela es una fábrica de subjetivación: una institución disciplinar cuyo objetivo es la normalización de género y sexual. El aprendizaje más crucial que se exige del niñx en la escuela, sobre el que se asienta y del que depende cualquier otro adiestramiento, es el del género. Eso es lo primero (¿y quizás lo único?) que allí vamos a aprender. Fuera del ámbito doméstico, el colegio es la primera institución política en la que el niñx es sometido a la taxonomía binaria del género a través de la exigencia constante de nombramiento e identificación normativos. Cada niñx debe expresar un único y definitivo género: aquel que le ha sido asignado en su partida de nacimiento. Aquel que corresponde a su anatomía. El colegio potencia y valora la teatralización convencional de los códigos de la soberanía masculina en el niño y de la sumisión femenina en la niña, al mismo tiempo que vigila el cuerpo y el gesto, castiga y patologiza toda forma de disidencia. Precisamente porque es una fábrica de producción de identidad de género y sexual, el colegio entra en crisis cuando se la confronta con los procesos de transexualidad. Los compañeros de Alan le exigían que se subiera la camiseta para que probara que no tenía pecho. Le insultaban llamándole marimacho o negándose a llamarle Alan. No hubo accidente, sino planificación y concierto social al administrar el castigo al disidente. No hubo excepción, sino regularidad en la tarea llevada a cabo por las instituciones y por sus usuarios para marcar a aquel que pone su epistemología en cuestión.
La escuela moderna, como estructura de autoridad y de reproducción jerárquica del saber, sigue dependiendo de una definición patriarcal de la soberanía masculina. Al fin y al cabo, las mujeres, las minorías sexuales y de género, los sujetos no-blancos y con diversidad funcional han integrado la institución colegio no hace tanto: 100 años si pensamos en las mujeres, 50 o incluso 20 si hablamos de la segregación racial, apenas una decena si se trata de diversidad funcional. A la primera tarea de fabricar virilidad nacional se le añaden después las tareas de modelar la sexualidad femenina, de integrar y normalizar la diferencia racial, de clase, religiosa, funcional o social.
Junto con la epistemología de la diferencia de género (que tiene en nuestros entornos institucionales el mismo valor que tenía el dogma de la divinidad de Cristo en la Edad Media), el colegio funciona con una antropología esencialista. El tonto es tonto, el marica, marica. El colegio es un espacio de control y dominio, de escrutinio, diagnóstico y sanción, que presupone un sujeto unitario y monolítico, que debe aprender, pero que no puede ni debe cambiar.
Al mismo tiempo, el colegio es la más brutal y fantoche de las escuelas de heterosexualidad. Aunque aparentemente a-sexual, el colegio potencia y fomenta el deseo heterosexual y la teatralización corporal y lingüística de los códigos de la heterosexualidad normativa. Estos podrían ser los nombres de algunas de las asignaturas troncales de todo colegio: “Principios del Machismo”, “Introducción a la violación”, “Taller práctico de homofobia y transfobia”. Un estudio reciente realizado en Francia mostraba que el insulto más común y más vejatorio utilizado entre los alumnxs en las escuelas era “maricón” (pédé) para los chicos y “puta” (salope) para las chicas. No hubo accidente en la muerte de Alan, sino premeditación de la violencia, continuidad del silencio. No hubo excepción, sino repetición impune del crimen.