El filósofo transgénero Paul B. Preciado relata su experiencia como viajero entre la feminidad y la masculinidad y denuncia que estas transiciones aún son consideradas herejías
PAUL B. PRECIADO10 ABR 2019 – 20:00 CEST
Fuente: ElPaís
Me atrevería a decir que son los procesos de cruce los que mejor permiten entender la transición política global a la que nos enfrentamos. El cambio de sexo y la migración son las dos prácticas de cruce que, al poner en cuestión la arquitectura política y legal del colonialismo patriarcal, de la diferencia sexual y del Estado-nación, sitúan a un cuerpo humano vivo en los límites de la ciudadanía e incluso de lo que entendemos por humanidad. Lo que caracteriza a ambos viajes, más allá del desplazamiento geográfico, lingüístico o corporal, es la transformación radical no solo del viajero, sino también de la comunidad humana que lo acoge o lo rechaza. El antiguo régimen (político, sexual, ecológico) criminaliza toda práctica de cruce. Pero allí donde el cruce es posible empieza a dibujarse el mapa de una nueva sociedad, con nuevas formas de producción y de reproducción de la vida.
En mi caso, el cruce comenzó en 2004, cuando empecé a administrarme pequeñas dosis de testosterona. Durante unos años, transitando un espacio de reconocimiento de género que oscilaba entre lo femenino y lo masculino, entre la masculinidad lesbiana y la feminidad King [o feminidad masculina], experimenté la posición que ahora se denominagender fluid. La fluidez de las encarnaciones sucesivas chocaba con la resistencia social a aceptar la existencia de un cuerpo fuera del binario sexual. Esa “fluidez” fue posible durante los años en los que me administré una dosis de testosterona que denominamos “umbral” porque no dispara la proliferación en el cuerpo de los llamados “caracteres secundarios del sexo masculino».
El cambio de sexo y la migración son las dos prácticas de cruce que sitúan al cuerpo en los límites de la ciudadanía
Paradójicamente, renuncié a la fluidez porque deseaba el cambio. La decisión de “cambiar de sexo” se acompaña forzosamente de eso que Édouard Glissant denomina “un temblor”. El cruce es el lugar de la incertidumbre, de la no-evidencia, de lo extraño. Y todo eso no es una debilidad, sino una potencia. “El pensamiento de temblor”, dice Glissant, “no es el pensamiento del miedo. Es el pensamiento que se opone al sistema”. En septiembre de 2014 inicié un protocolo médico-psiquiátrico de reasignación de género en la clínica Audre Lorde de Nueva York. “Cambiar de sexo” no es, como quiere la guardia del antiguo régimen sexual, dar un salto a la psicosis. Pero tampoco es, como pretende la nueva gestión neoliberal de la diferencia sexual, un mero trámite médico-legal que puede completarse durante la pubertad para dar paso a una normalidad absoluta. Un proceso de reasignación de género en una sociedad dominada por el axioma científico-mercantil del binarismo sexual, donde los espacios sociales, laborales, afectivos, económicos o gestacionales están segmentados en términos de masculinidad o feminidad, de heterosexualidad o de homosexualidad, es cruzar la que es quizás, junto con la raza, la más violenta de las fronteras políticas inventadas por la humanidad. Cruzar es al mismo tiempo saltar una pared vertical infinita y caminar sobre una línea dibujada en el aire. Si el régimen heteropatriarcal de la diferencia sexual es la religión científica de Occidente, entonces cambiar de sexo no puede ser sino un acto herético.
A medida que aumentaba la dosis de testosterona, los cambios se intensificaron: el vello facial es simplemente un detalle en comparación con la rotundidad con la que la voz precipita un cambio de reconocimiento social. La testosteronapropicia una variación del grosor de las cuerdas vocales, un músculo que, al modificar su forma, varía el tono y el registro de la voz. El cambio de voz es experimentado por el viajero de género como una posesión, un acto de ventriloquia que lo fuerza a identificarse a sí mismo con lo desconocido. Seguramente esta mutación es una de las cosas más bellas que he vivido. Ser trans es desear un proceso de créolisation interior: aceptar que uno solo es uno mismo gracias y a través del cambio, del mestizaje, de la mezcla. La voz que la testosterona propulsa en mi garganta no es una voz de hombre, es la voz del cruce. La voz que tiembla en mí es la voz de la frontera. “Entendemos mejor el mundo”, dice Glissant, “cuando temblamos con él, porque el mundo está temblando en todas direcciones”.
Junto al cambio de voz vino el cambio de nombre. Durante un tiempo deseé que mi nombre femenino fuera declinado en masculino. Es decir, quise llamarme Beatriz y ser tratado, según las gramáticas, con pronombres y adjetivos masculinos. Pero aquella torsión gramatical era aún más difícil que la fluidez de género. Decidí entonces buscar un nombre masculino. En mayo de 2014, el subcomandante Marcos anunciaba en una carta abierta enviada desde “la realidad zapatista” la muerte del personaje Marcos que había sido inventado como nombre sin rostro para dar voz al proceso revolucionario de Chiapas. En ese mismo comunicado, el subcomandante afirmaba que dejaba de llamarse Marcos para llamarse Galeano, en homenaje a José Luis Solís Sánchez, alias Galeano, asesinado en mayo de 2014. Pensé entonces en llamarme Marcos. Quería llevar el nombre de Marcos como un pasamontañas que cubriera mi rostro y mi nombre. Marcos sería una forma de desprivatizar mi antiguo nombre, de colectivizar mi rostro. Mi decisión fue denunciada de inmediato en las redes por los activistas latinoamericanos como un gesto colonial. Afirmaban que, siendo blanco y español, no podía llevar el nombre de Marcos. La ficción política duró tan solo unos días. Ese nombre, injerto político fallido, existe solo como un rastro efímero insertado dentro de la firma de la crónica de Libération del 7 de junio de 2014. Sin duda tenían razón. Había en ese gesto arrogancia colonial y vanidad personal, pero también búsqueda desesperada de protección. ¿Quién se atreve a dejar su nombre para darse un nombre sin historia, sin memoria, sin vida? Aprendí dos cosas, aparentemente contradictorias, del fallo del injerto del nombre Marcos: tendría que luchar por mi nombre y, al mismo tiempo, mi nombre tendría que ser una ofrenda, me tendría que ser regalado como un talismán. (…)
La ciencia, la técnica y el mercado están redibujando los límites de lo que es y será un cuerpo humano vivo. Esos límites se definen hoy no solo en relación con la animalidad y con las hasta ahora consideradas formas infrahumanas de la vida (los cuerpos no-blancos, proletarios, no masculinos, trans, discapacitados, enfermos, migrantes…), sino también frente a la máquina, frente a la inteligencia artificial, frente a la automatización de los procesos productivos y reproductivos. Si la primera Revolución Industrial se había caracterizado, con la invención de la máquina de vapor, por una aceleración de las formas de producción, la revolución industrial actual, marcada por la ingeniería genética, la nanotecnología, las tecnologías de la comunicación, la farmacología y la inteligencia artificial, afecta de lleno a los procesos de reproducción de la vida. El cuerpo y la sexualidad ocupan en la actual mutación industrial el lugar que la fábrica ocupó en el siglo XIX. Hay al mismo tiempo una revolución de los subalternos y apátridas en curso y un frente contrarrevolucionario en lucha por el control de los procesos de reproducción de la vida. En cada rincón del mundo, de Atenas a Kassel, de Rojava a Chiapas, de São Paulo a Johannesburgo es posible sentir no solo el agotamiento de las formas tradicionales de hacer política, sino también el surgimiento de cientos de miles de prácticas de experimentación social, sexual, política, artística… Frente al levantamiento de los poderes edípicos y fascistas surgen, por todas partes, las micropolíticas del cruce.
Paul B. Preciado es un filósofo transgénero feminista, autor, entre otras obras, de ‘Manifiesto contrasexual’. Este texto es un fragmento de su nuevo libro ‘Un apartamento en Urano’, que Anagrama publica el 10 de abril.