Nunca me sentí como alguien dentro de lo común. Ya de bien pequeña, los dragones sustituían las muñecas, el chándal era el mejor vestido y los más alucinantes peinados que mi madre me hacía no duraban más que el camino hacia el colegio. A diferencia de lo que veo ahora con muchos niños y niñas que se dan cuenta tan pronto, yo no tenía ni idea, y la libertad de mis padres me hizo no sentir ninguna incomodez con aquel hecho mientras mi mayor preocupación era salir al parque o estudiar conocimiento del medio.
De todos modos, claro que hubo indicios. Silenciosos, discretos indicios. Aún recuerdo la primera vez que mi pelo fue corto. Aún recuerdo cómo, en una excursión en cuarto o quinto de primaria entré a comprar chucherías a una tienda, y vestido con ropa deportiva, el dependiente me dijo: “Dime chaval, ¿qué quieres?” Recuerdo que mis compañeros se rieron por el malentendido. Recuerdo como yo también sonreí ampliamente, pero no me reía. Aquel inconsciente error me pareció genial. Me encantó sentirme tratado como un chico. Obviamente no todo fue bueno. Aún recuerdo las expresiones de “¡Tienes que comportarte como una señorita!” o “Eso no lo haría una chica como tú.” Aún recuerdo mientras escribo lo que me incomodaban aquellas referencias. ¿Acaso ser tal y como era estaba mal? ¿Acaso si no era eso, no era buena?
Pero apenas noté esas cosas en mi infancia. Toda esta felicidad inocente desapareció a los once años. Recuerdo que cuando eso ocurrió, ese pequeño indicador rojo de que ya vas a empezar a desarrollarte, mi madre exclamó ilusionada: “¡Ya eres una mujer!” No me gustaba. De pronto, mi cuerpo cambiaba, y conforme lo hacía, iba chocando mi forma de verme con cómo me veía el resto. “Eres muy guapa.” “Tienes un cuerpo muy femenino y lindo.” Pero yo echaba de menos lo de antes. Echaba de menos colocarme tan solo una camisa, y mirar mi pecho totalmente plano en vez de los dos senos que ahora habían. Recuerdo estar apenas un mes ilusionada por tener ya que llevar sujetadores, y recuerdo que en cuanto se terminó la sensación de ser algo novedoso, comencé a sentir disgusto por ellos. Como unas esposas o unos grilletes, notaba que no era libre. Que no me sentía a gusto, aún cuando mis amigas me decían que tenía mucha suerte de tener ya pecho siendo tan joven. Recuerdo también que, además de mis caderas y mis senos, crecía también vello. Muy interiormente no era algo que me incomodara, pero recuerdo que todos opinaban que ser una mujer peluda era horrible, sucio, desagradable. Silenciosamente a disgusto me depilaba, y en mi cabeza seguía preguntando a mi corazón por qué prefería tener vello en las axilas, tripa o piernas que tener curvitas, o pecho.
Pero yo siquiera sabía qué era en realidad. No sabía que existía eso. No sabía que yo no era una niña.
La primera vez que oí aquel tema, fue en una ida a Murcia con mis entonces amigas, a una quedada en la que había mucha gente que no conocía. Entre todas esas personas conocí a una que me habló del tema, que era transexual. Al escuchar aquello comencé a sentir muchísima curiosidad, y no recuerdo si hice muchas preguntas, pero en ese momento al saber qué era eso algo en mi interior esa tarde me dijo: “¡Ya está! ¡Eso era! ¡Eso eres!” Pero no estaba en un buen momento, y creyendo que solo eran imaginaciones mías, acallé esa voz en mi cabeza como quien tapa la boca a un niño ruidoso que quiere algo. Jamás me he equivocado tanto. Pero si sé por qué ignoré esos gritos que exclamaba mi alma desde dentro es por miedo. Desconocimiento, inseguridad, mordazas de lo que uno realmente quiere. Entonces tenía catorce años.
En los dos años que han sucedido confundí todo aquel malestar con lo que todos atribuían a rebeldía adolescente. A que en esta época de la vida no sabes lo que quieres, a que eres no tan pequeño, pero tampoco grande.
Pero en mi mundo personal, propio, siempre me dibujé sin nada de eso. Era un hombre, no tenía caderas definidas, no tenía pecho. Tenía el pelo corto, tenía una sonrisa en la cara, tenía un cuerpo acorde a mi pensamiento. Pero eso solo sucedía en el papel, y aún a día de hoy sigue estando solo en grafito.
En este invierno al fin, me decidí. Ya era algo más mayor, y mi curiosidad innata por todo me hizo toparme de nuevo con aquel concepto: transexualidad. Leía alguna cosa, nada realmente técnico o científico. Leía sentimientos de gente que al fin había logrado amoldar su cuerpo a su identidad, gente que al fin comenzaba a amoldarlo, o simplemente gente que al fin había descubierto aquello, y comenzaba a ver en su entorno cómo era tratado como él o ella quería. Admiraba a toda esa gente, pero como suele pasar al navegar, o leer, o investigar, a menudo tiendes a pensar que todo está muy lejos de ti, que eso no es tu caso, o que si sientes ilusión o envidia de esa gente no es por sentirte de la misma manera. De nuevo, me equivocaba. No le di la suficiente importancia a mi malestar, y no encontraba afinidad en principio a los casos que visualizaba tras la pantalla.
Pero todo eso cambió. Al fin, sin realmente buscarlo yo, sino como algo que estaba marcado en el sendero de mi vida, me topé con todo aquello. Vinieron a hablarnos de toda la diversidad que existía, nos aclararon las dudas, nos explicaron que no es raro ni malo, sólo diferente; como los mismísimos seres humanos somos. Esa fue la chispa que terminó por encender la llama de la valentía, esa fue la señal de salida. Al fin pedí ayuda a la mujer que nos informó, y con total confidencia y comprensión, me dio el apoyo que necesitaba. Hablé con un par de personas más, que me informaron y apoyaron indicándome qué pasos seguir.
Desde aquel momento todo ha ido a mejor, y todo el apoyo que existe tanto de mi familia, mis amigos y los colectivos me da la fuerza para al fin, decirle al mundo que: