Nadie daría este consejo a nadie que tenga cerca, excepto si lo que te niegan es el infinitivo a la mayor, el propio ser.
Nadie en su sano juicio le daría este consejo a ningún niño o niña que tuviese cerca, sino justamente el contrario. Esa época dorada en la que pocos problemas importan. Donde el juego, los y las amigas, las horas en los parques, con la familia o en la escuela se viven para disfrutar. Es el idílico concepto de la «niñez», gozo y disfrute como definición.
Excepto si lo que te niegan es el infinitivo a la mayor, el propio «ser».
«Vivir la vida de otro, o de otra». Permanecer atado o atada al cuerpo en el que nunca debiste nacer… Hablo de ser transexual en la niñez, de negarte la mayor. De ese momento en que los menores, desde edades muy tempranas han de asumir que los cambios que necesitan en su cuerpo, deberán esperar. Que los adultos, a quienes se les supone coherencia y sentido común, se han olvidado de suposiciones.
Cada vez más, madres y padres de niños y niñas transexuales demandan a la sociedad, a las instituciones, respuestas a las necesidades de sus hijos, o hijas. Se hace imparable la demanda de quien comprende que es tan necesario para ellos y ellas, poder ser reconocidos como lo que sienten, como que se trata de su propia identidad.
Tan sencillo como emplear bloqueadores de la pubertad, como reconocer en las escuelas que los cuerpos no entienden de género, como acompañar en un proceso que probablemente durará años, desde la infancia. La negativa les deja en la incomprensión, en la obligada clandestinidad del ámbito íntimo, en la incívica verdad de vivir la vida de otros.
Sentido común, de eso se trata. De reconocer a cada quien, como se siente. De olvidar las normas y los cuerpos, de abordar los sentimientos, porque son solo ellos la única verdad.