El cuerpo correcto

La disforia de género es un término tan interno, tan fantasmal, que se niega a menudo su existencia. Al faltar vocabulario, las descripciones entran en el terreno de la metáfora.

Para hablar de su descontento en su matrimonio, Maggie habló de sentirse como una gata en un tejado de cinc recalentado por el sol. Tú, lectora: ¿has bailado descalzo sobre una chapa caliente?

Se puede vivir así. Pones un pie, lo apoyas durante unos segundos, hasta que es demasiado, y lo levantas. Colocas el otro pie en otro sitio, y repites el ciclo. A veces pruebas otras estrategias, como buscar un rincón con menos sol, o apoyar ambos pies con la esperanza de que, si aguantas unos segundos, acabará doliendo menos. La chapa quema. Levantas otro pie.

Vive así más de treinta años. Te llaman por un nombre con el que no te identificas. Tu cuerpo se desarrolla con una forma que choca con tu sentido del yo más interno, pero no puedes decirlo. En las historias, la gente como tú son, indefectiblemente, monstruos o hazmerreíres. En las noticias, estadísticas. Peor aún, culpables.

Todes les niñes LGTBQIA+, migrantes, neurodivergentes, discas, todes les niñes que no encajan en la norma conocen ese sentimiento de culpa que se nos inculca mucho antes de saber el por qué. Nuestra existencia está mal, es un pecado indefinido que cambia de forma según a quién preguntes. Una presión constante, que te aplasta como una boa constrictor, quitándote un poco de aire cada vez, haciéndote sentir vergüenza de estar vivo. Las otras personas no entienden por qué algunas cosas te cuestan tanto.