El caso de Gabi, una niña trans valiente que cuenta con el apoyo de su familia, ha suscitado una alarma social innecesaria. Su voluntad de ser una niña feliz y reconocida está poniendo en evidencia las normas sociales dominantes y el miedo de la Iglesia católica a perder sus privilegios.
Estos días la prensa recoge el caso del colegio concertado católico San Patricio de Málaga con motivo de su empeño en discriminar a una menor, por su voluntad manifiesta de ser tratada como niña, usar su nombre en femenino, vestir el uniforme y baño correspondientes. Es decir, se trata de un colegio católico que no quiere reconocer públicamente la identidad de una niña de 7 años, incluso a pesar de las peticiones reiteradas que ha hecho la Junta de Andalucía para conseguir su integración. Una Junta de Andalucía que ha apercibido al centro pero no le ha retirado el concierto económico, que subvenciona el centro y sin el cual tendría dificultades para continuar.
El centro alega que “este deseo colisionaría con los derechos de los otros 800 alumnos del centro”, creando un agravio inexistente, al tiempo que ha alentado a las familias a manifestarse en contra. Asimismo, el colegio informó a la familia que “si aparecía con uniforme de niña se le dejaría entrar al centro, pero no en el aula. Se le llevaría a una habitación aparte, se llamaría a su madre y se le sancionaría”. Acciones que nos convierten a todos por un momento, adultos y profesionales, en niños y niñas frente a una autoridad omnipotente que tiene la posibilidad de castigarnos, no sólo como dirección escolar sino en nombre de dios.
Las y los menores trans son personas jóvenes cuyas familias están empezando a escuchar su necesidad de apoyo, en lugar de disciplinarles y reprimirles, que son conscientes de que la felicidad de sus hijos e hijas responde a ofrecer un reconocimiento a su identidad de género elegida
La familia ha pedido públicamente al colegio y al obispo que se retracten. Al no hacerlo, han procedido a la denuncia contra la directora del colegio San Patricio y el obispo de Málaga, en calidad de responsable último del centro, por denegación de la prestación de servicio público por motivo discriminatorio, que es un delito tipificado por la ley . Además, la querella contra el obispo de Málaga también recoge que éste ha llegado a insinuar que esta menor ha vivido abusos por parte de su familia, motivando este comportamiento rupturista.
Desde una mirada neófita se podría pensar: “¿Cómo es posible que alguien tan joven como una nena de 7 años tenga tan clara su identidad de género?”, o si esto no “obedece a un capricho pasajero”, una “influencia parental o escolar negativa”… Ideas que reproduce la prensa o la misma Iglesia católica. Cuando te acercas a los menores que no conforman las normas de género y/o son trans, te das cuenta que tienen necesidades no cubiertas en su entorno más inmediato y que el desarrollo de su integridad personal está comprometido si no se atienden. También es fácil darse cuenta que con sus vidas, están rompiendo con la tradición que suponía no escucharles y sólo castigarles o hacerles esperar a las 18 años para ser considerados personas.
Son personas jóvenes cuyas familias están empezando a escuchar su necesidad de apoyo, en lugar de disciplinarles y reprimirles, que son conscientes de que la felicidad de sus hijos e hijas responde a ofrecer un reconocimiento a su identidad de género elegida. Familias que están encontrando respuestas contradictorias: por una parte reciben de las personas trans adultas comentarios como “ojalá hubiera tenido este apoyo en mi propia familia”, algunos profesionales les dicen “el apoyo familiar es fundamental y previene el riesgo de suicidio adolescente”, mientras que otros profesionales patologizan a sus hijos afirmando que tienen un trastorno que hay que corregir o que les señalan a ellos mismos como causantes del comportamiento rupturista. Estas familias tienen la difícil tarea de decidir si apoyan o no a sus hijos, si rompen o no con las normas sociales, que les pueden llevar a sentir vergüenza, expectativas frustradas y repensar su tarea como padres y madres.
Nuestra sociedad tiene más información que nunca y más accesible que en ningún otro momento, incluso de la transexualidad, si bien esto no hace que sepamos de qué estamos hablando. Quizás haríamos bien en informarnos, en ser conscientes de que no todas las personas trans tienen el mismo recorrido vital con respecto a su identidad. En la actualidad, si miramos a nuestro alrededor, encontraremos que hay muchas personas que no conforman las normas tradicionales de lo que supone ser mujer u hombre en diferentes momentos de la vida, y sólo algunas se reconocen como personas trans. De hecho, la transexualidad se define mucho más por una ruptura con lo que uno o una debe ser (una mujer al uso, un hombre como los demás), que con el hecho de ser definitivamente alguien del sexo opuesto. Esto rompe con la idea tan repetida de “estar atrapado en el cuerpo equivocado”, que obliga a las personas trans a sentirse necesariamente mal con su cuerpo o sus genitales. A vivir su proceso vital como una tragedia.
El caso de Gabi, una niña valiente de 7 años con una familia que apuesta por su felicidad, ha suscitado una alarma social innecesaria. Podríamos entender que su caso es el de una persona discriminada, o podríamos ver también que, con su voluntad de ser una niña feliz y reconocida, está poniendo en evidencia las normas sociales dominantes. Es decir, ¿ella es el problema? ¿O el problema es que nuestra sociedad no quiere renunciar a la naturalización que justifica la diferencia entre mujeres y hombres? Es mucho más fácil pensar que hay unas pocas personas que “están fatal de lo suyo”, “que tienen un trastorno diagnosticable”, “que hay preservar lo que se considera normal”, que pensar que el binarismo sexual y de género ofrece muchos beneficios y privilegios a algunas personas. Entre ellas, una Iglesia católica caduca y temerosa de perder privilegios.
Fuente: Píkara online magazine (Lucas Platero)